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AUTOEVALUACIÓN


 

                                                 ¿Puedo sentarme aquí?


Yo quería ser Sylvie Guillem

Yo quería sentirme hermosa usando un tutu rosado, y ansiaba conocer la talla de mis baletas. Yo quería tener una fotografía haciendo un Spagat, y sentirme grácil en los brazos de un hombre. Yo quería desde la profundidad de mi alma ser Sylvie Guillem.

Con esta ilusión, entre a la Asab: Academia Superior de Artes de Bogotá, y fue cuestión de tiempo empezar a sentirme frustrada. Cuando tome mi primera clase de Ballet a los 17 años, conocí la palabra que atormentaría mis días de allí en adelante:

                                                                         Rotación

Pero este tormento tiene su lugar de origen y su explicación. Me encontraba en primer semestre de Arte Danzario, llegué a mi primera clase de ballet, me hice en frente. El maestro de turno nos pidió a todos los que estábamos allí presentes ejecutar una primera posición. Yo la hice. Enseguida este hombre me miró de arriba hacia abajo y con su dedo índice apunto la parte trasera del salón. Caminé hacía la última fila mientras me susurraba a mí misma: - No soy suficiente. Mi primera posición no es suficiente.

Si hablamos de una rotación ideal esta estaría enmarcada en un ángulo de 180°. Yo era un ángulo agudo, de esos que por regla tienen 60°. Yo era entonces la tercera parte de una verdadera bailarina.  Desde ese momento y durante los dos años que estuve en la Asab me casé con aquella ubicación.  Me encargué de hacerme en la parte de atrás del salón en cada clase que tuve, y de esa misma forma cargué con el “Status” que ese espacio me ofrecía. La frustración incrementaba mediante pasaban los semestres y me daba cuenta de que mis compañeras ya tenían amplios grand-plies, segundas posiciones poderosas y una que otra foto en su Facebook haciendo Split y Spagat.  No quería darme por vencida, yo quería ser Sylvie Guillem. Cuando ingresé a tercer semestre ese objetivo se vio detenido nuevamente, pero esta vez por múltiples lesiones que empezaron a aparecer: Mis rodillas traqueaban, mis tobillos dolían, mi cadera se fatigaba con facilidad.

Adolorida, rígida y no virtuosa, llegué una tarde a mi casa y sentada en la soledad de mi cama me pregunté con un profundo dolor si realmente debía convertirme en bailarina. Tal vez eso era para otros, para tantos otros menos para mí. Puedo llegar a ser una gran bióloga, o hasta una antropóloga. Debo ir a un salón y sentarme, y pues… yo me se sentar -pensaba.

Intentando no llorar lo decidí. Decidí dejar de ir a la universidad. Dejé el semestre abandonado, me despedí de mis compañeros, pero debo confesar que no me acerque ni me despedí de ninguno de mis maestros. ¿Maestros? …

Tenía 19 años y el norte de mi vida cambiaba. No tenía grandes ideas, y muy adentro de mi sabía que no quería abandonar aquello que hacia remover mi corazón. ¿Pero qué hacía?

                                                                 Yo no era buena

Habían pasado seis meses para el momento en el que una buena amiga me envió un link que hablaba de las audiciones en la Universidad Javeriana para la carrera de Artes Escénicas. –Puede ser una buena despedida, pensé- Puede ser una gran forma de decirle adiós a la danza y realmente dedicarme a cualquier otra cosa. De todas formas, no creo que vaya a pasar.

                                                                            
                                                                       Pasé.
                                       Passé, coup de pied, ronde jambe …y si, pasé.

Cuando pase a la Javeriana, la idealización de la danza clásica, que tantos golpes me había dado, seguía siendo el héroe por excelencia. Sylvie Guillen volvió a aparecer en la pantalla del computador.

Cuando pase la audición mi papá me regalo a los pocos días la Biografía de Isadora Duncan. La desprecie, esa mujer estaba loca. No era flexible, no era delgada. No usaba tutu. Dejé aquel libro en el último estante de mi biblioteca, y me fui para mi primer día de clases. En 4 años -decía- en cuatro años seré por fin eso que tanto anhelo: -La aprobación y el éxito del canon europeo. Recuerdo que aquellos pasos que daba para llegar a la facultad se clavaban en el suelo afirmando que aquella carrera era responsable de volverme esa profesional que yo quería ser.

Estudiamos ballet, danza contemporánea y danza tradicional, estudiamos actuación, estudiamos somática, y leímos sobre la puesta en escena.  Yo usaba medias pegadas y agarraba la barra de metal deseando que esta escribiera mi título de bailarina, declarando que en mi cuerpo no podía existir nada más. Después de un par de semanas, me di cuenta de que mi cuerpo seguía siendo el mismo: - Adolorido, rígido y no virtuoso. La frustración volvió a aparecer, y me pregunté a fondo cual era el problema. Yo ya había cambiado de universidad. Si la institución no era el obstáculo, ¿será que el obstáculo era yo?

Con aquella incertidumbre ingresé a mi habitual, aburrida e inútil clase de somática. Estando triste y rabiosa llegó a mis oídos la frase que me cambiaría la vida: 

-Todos traigan una silla, hoy vamos a estudiar como sentarnos- Dijo Bobby.

Sentarnos… La petición me hizo recordar esa charla motivacional que tuve cuando pensé en volverme antropóloga. Yo me se sentar – Pensé. Y creo que, por primera vez a lo largo de mi formación como bailarina, ejecuté una acción hacia mi cuerpo de manera amable, con un tinte de auto-estima, y un flujo de sangre amorosa que me dio un sentido de absoluta confianza sobre mí. Puedo decir que, de ese momento en adelante, empieza esta decisión de vida. Y a la vez empieza esta autoevaluación:

¿Quién iba a pensar que sentarse le cambia la vida a uno?

Me senté, pasé de estar en puntas a sentarme. Y en ese simple acto se abrió ante mí, el amplio manantial de la educación somática. Y de manera sorprendente, mediante la organicidad, la subjetividad y la consciencia el tutu se volvió un yoyo. Recuerdo de forma vivida, el estar llorando en las escaleras de mi edificio, cuando acabe el primer año de mi formación en la Javeriana, entendiendo que el cuerpo es un paraíso propio en donde cada tejido es resultado de una historia genética y emotiva. Este cuerpo es una materia estable que, a partir de la aplicación de la subjetivación, se puede llegar a re-patronar, entendiendo así que los únicos fósiles existentes son los de los dinosaurios. La aproximación a un estado somático, me hizo comprender que el conocimiento no es un objeto que crece de manera vertical, sino que más bien se amplia para conformar una red, en donde el individuo se vuelve un agente de cambio, equilibrio y afectación ante su colectivo. La información que se dibuja como una red, nos diferencia, pero no nos compara. Esto provoca que nos deslumbremos con la diversidad de los caminos, las formas y las personalidades. La legislación individual del cuerpo humano, como campo de aprendizaje valido y necesario, nos lleva a estudiar la conformación del conocimiento a partir de la experiencia humana, la experiencia propia.

Me llamo Candelaria, y de forma afable celebro que la palabra individuo haya aparecido en mis bitácoras una vez ingresé a esta universidad.

 

Apareció mi nombre, y con el mis historias y mis euforias. Puedo ser yo la herramienta de mi propio cambio, puedo crear conocimiento desde mi intuición y mi investigación, puedo respetar al individuo y celebrar la diversidad, entendiendo que esta inyecta en mi un deseo de experimentarse con el otro, destilando la experiencia para que esta no sea mala o buena, solo para que sea vivida. Y por ende, a lo largo de los años, llegué a ser útil y aplicable en los campos del conocimiento escénico.

Con esta serendipia ingresé al ciclo profesional. La actuación me daba dolor de cabeza y me llenaba de incomprensión, por esa razón escogí sin dudarlo el énfasis en danza.  En una suerte de aventura, la mayoría de mis clases se establecieron con un ser extraño llamado Rogelio Lopez, a quien su pelo le atribuía una imagen onírica y sagrada a la vez. Este maestro me hizo levantarme de la silla de la somática, no para dejarla, sino para decirme que aquellos conocimientos que habían salido de allí, debían ser aplicados al cuerpo. Pues, aunque la teoría estaba clara, el cuerpo se mantenía incomprendido, y la somática jamás iba a ser la envoltura de la mediocridad permisiva que me hiciera argumentar mis dificultades como razones justificables para “no poder” o para “dejar de trabajar”. Todo lo contrario, la somática argumentaba mis dificultades como ejes investigativos, de los cuales, podía nacer consciencia, sanación y, por ende, potencia.

El intelectualismo que se desbordaba de mis libretas ansiaba llegar a mi cuerpo, el cual seguía cerrado, adolorido, y perdido. Lo intentaba, lo intentaba cada día, pero mi cuerpo seguía arraigado al referente clásico. Lo doloroso aquí es que la semilla del ballet ya estaba marchita hacía mucho tiempo dentro de mí. El arraigo persistía debido a una gran negligencia interrogativa a la que yo me sometí: - Durante mucho tiempo dejé de preguntarme por el destino de mis deseos, no permitiéndoles ser materia transformable, haciendo que estos fueran colonizadores malditos. He aquí la importancia de estarse preguntando las cosas constantemente. Yo no me lo había preguntado, así que no había encontrado la oportunidad para cambiar mi respuesta.

Para mi alegría, el día de la pregunta apareció, una tarde a mitad de semestre en donde el maestro me pidió lo siguiente:

- Interpreta querida –

-¿Qué? – Me pregunté - ¿Qué era interpretar? ¿En qué consistía tomar un material e interpretarlo? ¿Era mi aporte? ¿Cuál es mi aporte?  ¿Qué es Candelaria?

Interpretar era sinónimo de presencia, de escucha. Interpretar era la oportunidad de significar mi movimiento para que este evocara un sentido, una idea, una emoción. Interpretar era darle palabras a mi cuerpo, y legislar mi singularidad como material creativo y comunicador.

Cuando esta palabra llego a mi vida, me di cuenta de que mi cuerpo era un ente que podía concebir, intervenir o resignificar su movimiento, para crear y transmitir un discurso especifico. Lo más sorprendente es que cuando me entregaba a la tarea, de repente, el movimiento dejaba de ser una cuestión sistemática, y pasaba a ser una coherencia intuitiva que me decía dónde poner mi peso o como disponer mi centro para hacer X o Y movimiento. Interpretar era sentirme propia, era abrazarme, y sentirme inherente a mi cuerpo, desterrar para siempre la palabra inorgánico, forzado, y mejor aún: Imposible. Desde ese día nos volvimos un equipo. Mi cuerpo dejó de doler, mi primera era más amplia, y mis curvas más orgánicas.  El país de mi cuerpo me fue entregado cuando me permití verlo.

Una palabra clave acompaña este proceso: El placer. Comprender el placer como parte del oficio diario fue un hallazgo fundamental.  Moverse se volvió alegría, y la expresividad paso a ser la llave que me ponía el mundo de la técnica en las manos. Sin expresividad no lo consigo, no consigo aplicar mis conocimientos técnicos de manera afable y competente. La autenticidad empezó a crecer para dejar atrás el opaco vestido que el estereotipo había tejido para mí.

Con el tiempo seguí desarrollando está habilidad ya que el maestro ingeniaba metodologías que nos hacían experimentar emociones a la hora de bailar. Esa emoción canalizada en la fiscalidad me permitía hacer cosas que, presumo, ni la propia Sylvie Guillem habrá intentado jamás.

Olvidando de a poco a Sylvie, entendiendo mi cuerpo expresivo como mi cuerpo técnico, aparece en mi carrera de forma fundamental la pregunta por la acción.

Esta pregunta emerge debido a que pude observar que tejer el camino de la sencillez, la comprensibilidad y la disponibilidad en mi arte estaba acompañado de tener en mente un objetivo constante. Encontrar una razón para el origen de un movimiento, más no caer en la inercia, la costumbre y la obligación, era cuestión de consolidar un objetivo en mi cabeza.

La pregunta por la acción y el objetivo aparece en cuarto y sexto semestre, con El Laboratorio de Danza Malabar, dictado por Catalina del Castillo y Daniel Valderrama, y con El Laboratorio de Dramaturgia del Objeto, dictado por Daniel Valderrama.

Estos laboratorios ocasionaron en mí, dos conjeturas que afilaron una vértebra nueva para adherir a la columna vertebral de mi carrera.

La redondez de la pelota me hizo entender que mi corazón tenía más curvas que esquinas. Me encontraba con este objeto siendo una extensión de mi misma, y entre gravedad y levedad, se revelo ante mí la posibilidad de un cuerpo plástico y comunicativo que se expande y se potencia cuando tiene un objeto a su disposición.  Esto sucedía por que el objeto me entregaba, de una manera muy sencilla, un objetivo: Patear, subir, bajar, agarrar. Y en pocas palabras podemos decir que ese mismo objetivo era una acción. Entonces, mi cuerpo comprometido con el objeto podía volverse una conjugación de sentido, de creatividad y de universos, gracias a que ahora tenía un motivo para hacer.

Cuando trasladé este conocimiento a la danza, pude ensamblar mi manera de aprender con mi manera de expresar, puesto que, no era lo mismo hacer una primera posición de brazos que pensar en abrazar un árbol. En mi caso particular, la intención se transformaba, pero el movimiento era el mismo, y mi cuerpo se encontraba en la capacidad de ejecutar, comprendiéndose como un lugar de conocimiento que se autorregulaba a sí mismo para establecerse de manera amplificada. Es decir, la proyección y la grandeza de mi movimiento, aparecen cuando, además de interpretar, decido significar mediante acciones, que es lo que estoy haciendo. Permitirme analizar el movimiento en el plano de las acciones cotidianas y diarias, le otorga un sentido a mi cuerpo que me resulta óptimo para alcanzar, para bailar, para volverme profesional.

No es hacer un jette, es saltar un charco.  No es hacer una postura, es hacer una imagen y crear un universo. El objetivo era la razón. Más no mi razón me guiaba a mi objetivo.

Una de los aspectos que más resalto sobre este proceso vivido en el campo del malabarismo, consiste en cómo, el objeto me introdujo la palabra equipo desde mi práctica diaria. El arte de atrapar un objeto, lanzarlo, o resignificarlo consiste en una amplia escucha, sincronía, sintonía y aceptación luminosa. Para malabarear, para tomar un objeto y cambiar su significado, primero debo escucharlo, y entender su unicidad para de esa forma poder intervenirla. El objeto me ayudo a definir la palabra equipo como dos entes o más, que se relacionan para potenciarse entre sí, entendiendo que sus facultades son diversas y por lo tanto fundamentales en cuanto se fortalezcan desde la individualidad. Un colectivo no significa homogeneidad. ¿No es acaso más rica la sopa entre más verduras tenga? Tu sin mí y yo sin ti, seremos nada más vacío estancado. El objeto sensibilizo mi empatía, y me mostro que el hecho de tener un objetivo externo, me dada la capacidad de realizar una acción de manera orgánica hacia mí y hacia los otros.


Así mismo, el objeto encontraba otros usos y definiciones, la re-significación no tardo en aparecer. El paradigma de mi “maldita dislexia”, que en ocasiones me arrebataba la lógica que acobija el sentido común, se volvía una herramienta ancestral al hacerme ver las cosas de otro modo. No hay lógica, o más bien hay otra. ¿Por qué un carrito de compras no puede ser la casita de la amistad? ¿Por qué un zapato no puede ser un barco en el que puedo remar?

La narrativa aparecía. Y Candelaria también.

Mediante este reconocimiento empático frente al otro, mi curiosidad sobre la colectividad se amplió, haciendo que el análisis de los objetos me llevara a necesitar con suma urgencia empezar un proceso en actuación para así canalizar mediante este campo la abundante acogida que siento cuando me encuentro con y a través de los otros. Mi subjetividad me hizo entender que puedo ser una artista interdisciplinar.

Para ese entonces, la experimentación surgió en toda y cada disciplina, volviéndose un campo indispensable para encontrar lo que sería uno de mis mayores tesoros: Mi recursividad. La primera experiencia que tuve acerca de esto, fue cuando en el Laboratorio de Danza Malabar, nos pidieron idearnos una puesta en escena incluyendo los conocimientos que habíamos adquirido hasta ese momento del semestre (ocho semanas). Yo malabareaba (con gran dificultad) tres pelotas, y al ver que había personas con la capacidad de jugar 4 o 5 pelotas y con trucos maravillosos sobre la palma, pensé que mi muestra iba a ser un desastre. Fue mediante la experimentación continua que me encontré con la recursividad, comprendiendo que no consiste en cuanto más tengas, sino en entregarle a los objetos; la vestimenta; la corporalidad una sensación de infinitud. Me encontré con la extensión de la creatividad no hacia lo colosal, sino hacia la adaptación de tus más finas y excelentes capacidades escénicas puestas en relación con tu entorno para que estas sean distinguidas. Lo explicaré de esta manera: Mi más fina capacidad escénica con el malabarismo se reducía a malabarear con dos pelotas. Por ende, decidí hacer una puesta en donde ejecutaba trucos sencillos y lanzamientos sutiles solo jugando con dos elementos. De esta manera se ubica una naturaleza en la puesta en escena que, en el momento en que ingresa un tercer elemento a jugar, se crea un rompimiento en la conducta del ejecutante, y es allí cuando me encuentro malabareando tres pelotas como mi truco principal, más grande y poderoso.  Ante la falta de experiencia, o aplíquese también: Ante la falta de elasticidad, de rotación, mejor dicho: ante la ausencia de las “virtudes” aparece el rebusque del significado oculto pero evidente una vez que se revela, aparece la potencia del evento que se suele ignorar por ser insignificante. Yo tomo este evento para volverlo primordial, haciendo que la recursividad ingrese a la dramaturgia, la corporalidad y la puesta en escena. Es allí cuando logro engendrar un mundo en donde mis capacidades son insólitas debido a la naturaleza que les otorgo.

Esta recursividad se encaja en re-significar el punto de vista desde donde se goza el virtuosismo, haciéndome entender que la grandeza no es comparable:- es adaptable. La grandeza la define el gigante.  

Continuando con los reconocimientos y la lectura de los descubrimientos, me es importante aclarar que, aunque mi énfasis en la carrera es actuación y danza, la somática es un campo que me atraviesa en su totalidad. La somática me hizo desaprender que el análisis consiste en ser un científico, con bata blanca y fluidos luminiscentes sobre su escritorio. Ahora siento que soy un detective, que utiliza las pistas de su cuerpo, su pulso y su presente para hallar un desenlace útil y armónico que provoque, más allá de crecimiento, vivencias.

Mi autoevaluación se concluye reconociendo un cambio como ser humano, una expansión en la aceptación de las diferencias, y sobre todo en una legislación propia desde mi unicidad intensa y poderosa. La carrera me entrego una autonomía  que me hizo tejer durante cuatro años una palabra que me permito proponer:

                                                             Cuerpocracia


Democratizar mi inteligencia corporal, como un sujeto que puede declarar, manifestar y afirmar con tanta correspondencia como lo haría la biología o la historia. Es paradójico caer en cuenta que al fin y al cabo somos eso. Soy biología latente e historia continua, viva.  Democratizar la intuición y la peculiaridad como un ente de conocimiento y de posibilidad.


Aunque reconozco que mi cuerpo tiene las herramientas para relacionarse con diversos campos de las artes escénicas, reconozco también que no me siento completamente experta en las áreas que habito. La técnica como expresividad me hace sentir tranquila, pero siento que mis facultades corporales pueden llegar a asentarse mejor en mi movimiento. De la misma manera, siento que el área de la experimentación actoral no logro avanzar mucho. Esto acude a que, además de tener un tiempo más limitado para iniciar este proceso, se atravesó también el atasco con el que suelo luchar para hallar una sana autorregular:   Mi reflexión constante.

Lo explicare de la siguiente forma:

El área de puesta en escena acoge mis ganas de escribir, rimar, relacionar. Involucrándome enseguida en un aspecto de las artes escénicas que valida y potencia la teoría como parte fundamental de la creación y la investigación. Llenarme de referentes, ir a museos, leer, me ayuda a impulsar mi análisis para así llegar a destilar los cuestionamientos y encontrar las respuestas. Es como comerse una fruta para llegar a la semilla y comprender el origen de las cosas, y por esa misma razón poder tener una pista de su origen, su destino o su desenlace.  Aun así, confieso que en ocasiones fui y soy la Candelaria que se queda con su bitácora y su lápiz apuntando lo que ve, y deleitándose con la palabra, más no involucrándose de manera impulsiva y desprevenida en el acto escénico. Es paradójico puesto que, al ingresar a la carrera, fue justamente el estudio y la investigación de las materias el que me permitió mudar mi piel y encaminarme hacia mi sello personal, y mi crecimiento diario. Intuyo que mi aprendizaje venidero consistirá en darle la medida justa al intelectualismo y a la experimentación. Hallar el equilibrio entre la preparación y la espontaneidad. Creo que ese aprendizaje me llevará a encontrar ese cuerpo sólido y extenso que solo afina la voz de la experiencia y la disciplina.

Terminando este viaje de cuatro años y medio, me reconozco como una artista que puede mezclar las fronteras de su trabajo, crear dramaturgias sensibles y coherentes, y transformarse en cuanto su pulsión interna lo requiera. Me reconozco también como una artista que necesita dejar de cuidar tanto las posibilidades, para así encontrárselas de frente y dialogar sin condicionar o controlar.

De forma estridente pero cuidadosa abro la puerta para salir de la carrera, sabiendo que Sylvie es admirada, más no envidiada.

Actualmente me encuentro terminando la biografía de Isadora Duncan, las ultimas paginas rozan mis manos:

                                       “Fuiste silvestre una vez. No te dejes domesticar”


Entre separadores y suspiros celebro la avasalladora oportunidad que tuve de convertirme en mi. Reconozco los aprendizajes venideros como potenciales de desarrollo, sabiendo que la culminación de la carrera significa trabajar de forma más aguda y constante aquello que quiero mejorar. Por último, abrazo mi conquista ante un cuerpo que tomo sus límites para crear, desde la ausencia, la presencia de sus eternas virtudes. Amplio abrazo a la dificultad como motor de potencia y como preámbulo a la búsqueda de soluciones.  Gran caricia para la disciplina y la continuidad. El mayor beso para Isadora. Y el amor… el amor es para el arte escénico, el eterno generador de vida entre nosotros: Los extraordinarios mortales.


                                                                                                               
Candelaria Torres

 

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