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Pontificia Universidad Javeriana
Crónica sobre una experiencia nueva- Escrituras Dramáticas
Maestro: Alejandro Convers
El corazón del rebusque
Caminar en las calles de La Candelaria es para mí como tejer la menonia con los pies. Bueno, por lo menos la mía. Las palomas, las estuatuas, y los buñelos conformaron, entre otros, eso que es tan añorado pero que es fugaz, mi infancia. Es por eso que caminar los sábados a las 4:30 de la tarde en La Candelaria se volvió algo rutinario en mi semana, aunque no es solo una cuestión de gusto, a esa hora siempre me dirijo a casa porque salgo de trabajar.
Uno de esos sábados, mientras al caminar pensaba que el centro era la muestra en carne viva de que el Colombiano no se vara, de que el rebusque y la voluntad se han vuelto una profesión cualificada en nuestro país, me quede inmóvil viendo a un señor parado sobre una silla, quieto y vestido de indio. Me conmovió tanto que no pude evitar pensar en lo arduo que debe ser esperar durante horas el amable gesto de un ciudadano que se acerque para darte una moneda y pensar con firmeza que trabajo no es deshonra.
Fue ahí cuando la idea golpeó mi cabeza, al igual que una moneda que cae sobre el fondo de un tarro oxidado. Ya no había vuelta atrás. “La próxima semana voy a ser una estatua parada en las calles de la Candelaria” Me dije a mi misma.
Pero mientras le daba la espalda a La plaza de Bolívar me di cuenta de que mi frágil personalidad necesitaba de un cómplice, el mejor cómplice. Alguien que estuviera conmigo de principio a fin, que me ayudará en caso de allanamiento policial, o intento de robo. Definitivamente no podía hacerlo sola. Pasando la Calle 19 con carrera séptima sonó el teléfono.
- ¿Aló? -
-Quiubo Cande - era Adelaida. ¿Era Adelaida o era el destino?
Después de pensarlo unos segundos supe que no había coincidencias en la vida, pues en mi búsqueda de un cómplice fue inevitable recordar el día que fuimos al mar y ella sin ton ni son se metió sin vestido de baño al agua, o el día que camino sobre la baranda de un puente peatonal haciendo equilibrio o mejor aún, cuando le dio un espasmo por correr desnuda en el balcón de su casa. Entonces sí, era el destino.
-Oiga – Le dije – ¿Quiere venir a las calles de La Candelaria el próximo viernes y ser una estatua conmigo?
-Hágale – Me dijo ella sin miedo. Al fin y al cabo era Adelaida.
El lunes en su casa tuvimos nuestra primera reunión de producción. Vamos a aplicar todo lo que hemos visto en Elementos de la Puesta en Escena con la señorita Sterenberg, pensaba yo. No sé qué pensaba Adelaida, hasta que yo dije lo siguiente:
- Ade, ¿y usted que cree que podemos utilizar para el vestuario?-
Sus ojos se iluminaron, su sonrisa era alegría incandescente, y cuando no lo pudo contener todo dentro de su piel, explotó:
¡Llevemos una tela enorme, blanca, ¿o negra? ¡Y la colgamos, y yo llevo un tapete y usted se pone una falda de colores con un velo, y hacemos toda una estructura en papel mache, porque a mí me gustaría que nuestros vestuarios fueran con volúmenes, y fuéramos grandes, e inclusive gordas! (Aclárese que mientras hablaba estaba dibujando todas sus ideas sobre una hoja de papel)
¡Ósea, hay que hacer y pintar nuestros vestidos y yo puedo bailar sobre una silla!
¡EL TOCADISCOS DE MI ABUELA CANDE! y nos maquillamos con las pinturas que mi mamá me trajo de Alemania y es que yo no entiendo porque la gente no usa la acuarela como maquillaje. ¿A usted no le parece que un pincel es lo mismo que una brocha de esas para pintarse los ojos? A mí me parece más estético, y sobretodo más artístico, es que en los rituales de los indios Wayuu…
-ADELA, Cálmese – La interrumpí–le recuerdo que solo tenemos 4 días, que no están completos porque tenemos clases en la universidad, tareas, trabajos y familias. Además, acuérdese que tenemos que entregar el viaje del héroe de la crónica de Alejandro para mañana y ya son las 10:00 p.m. Así que, si somos realistas tenemos de estos cuatro días tal vez… mmm tres horas a nuestra disposición.
Después de este primer intercambio de impresiones escenográficas decidimos dar por concluida nuestra reunión sabiendo que nos encontraríamos el miércoles a las 7:00 p.m. para hacer lo que sería la coreografía de las estatuas.
Decidimos hacer una coreografía sencilla. Mi papel en la pequeña obra era ser una malabarista engreída que se burlaba de Adelaida por no saber hacer malabares, y ella, después de comerse mis burlas hacía una rutina de contorsionismo que claramente era más brillante que mis malabares y bueno, dejaba mi dignidad por el piso. De todas maneras decidimos que la moneda era la que nos hacía cobrar vida. Era la pesquisa más bonita de nuestro juego. Además de la coreografía, decidimos incluir un banquito el cual iría en la mitad de las dos y nos serviría de espaldar, ya que la rutina comenzaba en el suelo, dándonos la espalda mutuamente.
-¿Entonces nos vemos mañana jueves a las 4:00 p.m. para hacer el último ensayo verdad?
-Si- Dijo Adelaida levantando la mano y yéndose en su bicicleta roja por la séptima.
Al día siguiente tuvimos la cancelación de nuestro primer y único ensayo.
Eso fue más o menos así:
-Tengo que tomar unas fotos para la clase de fotografía básica.
-Caray – dije yo- ¿Y entonces Ade?
- Cande, usted tranquila, nos va a ir bien, somos artistas escénicas.
Tal vez dentro de mi cabeza sonó un grillo intermitentemente, pero bueno, Adelaida se fue y yo me quede en la Facultad de Artes.
Finalmente llego el día. Viernes 2:30 de la tarde.
Si no lo mencione antes, trabajo en el Teatro Colón como guía hace un año, así que muy amablemente mi jefe me permitió entrar al baño para maquillarme con las acuarelas de Adelaida, ponernos nuestro vestuario que finalmente había quedado reducido a unas faldas negras de tul, brillantes leotardos azules de terciopelos y unas mallas negras que Adelaida encontró en su armario. Los zapatos fueron de libre elección
Después de dejar nuestras maletas sanas y salvas en la oficina vino la pregunta del millón:
-¿Y podemos ir al escenario? Dijo Adelaida
-Mmm pues yo creo que
-¡AYYY, por favor! Tal vez no tengamos la oportunidad otra vez.
Así que, antes de salir para la séptima, fuimos al escenario, Adelaida se tomo fotos, hizo que le tomara un video, saltó, cantó, bailó, cumpleaños, Halloween, Navidad. Nos fuimos.
3:00 p.m. en punto, miré en mi reloj. Era momento de iniciar la búsqueda del lugar en el que llevaríamos a cabo nuestra hazaña. Llegamos a la séptima, todo estaba lleno: vendedores, niños, perros. Vimos una estatua dorada e inocentemente pensamos que estaría bien sentarnos a su lado. Cuando estábamos cuadrando el banquito en frente de La Casa Del Florero, la estatua se descongeló, ¡Y sin moneda!
-No nenitas – Dijo la gran estatua dorada que cargaba un poporo – Están muy cerquita a mi lugar, ¡Váyansen!
Adelaida y yo nos miramos y enseguida nos desviamos unos metros hacia el interior de La Plaza de Bolívar, lejos de su instalación. Segundos después la escuchamos gritar.
-¿Pero no ven que ahí está el Carlos Vives? Él se les va a robar el Show, vean, más bien hágansen allá al lado de ese poste, les queda en frente del éxito, y el lugar está vacío, ese lugar es buena paga.
Ese día entendí que las estatuas doradas pueden dar buenos consejos de supervivencia callejera.
Como ella nos dijo, nos acomodamos frente al éxito, y con mucha decisión y firmeza dejamos caer nuestros cuerpos sobre el espaldar de la silla. La estatua miraba con una cara triste hacia afuera, esperando a que le dieran alguna moneda, esa era la pose inicial.
Pasaron varios minutos, muy comprometidas seguíamos en nuestra pose de estatuas. ¿Cuándo iba a entrar la primera moneda al tarro? O más bien, ¿Entraría?
¿Qué pasa si llueve? ¿Qué pasa si mi papá encuentra a su hija pidiendo monedas en la calle? ¿Tendré que esperar a que meta alguna moneda para explicarle? ¿Y si me orina un perro? O… ¿Adelaida se desviste?
Supe entonces que las personas que trabajan como estatuas en la séptima tienen mucho tiempo para pensar sobre la vida. Son mentes que, en su eterna quietud, crean un ovillo de pensamientos con los hilos invisibles que cada peatón deja en su ruta sobre el asfalto. Sabiendo que esa ruta lleva un destino, un motivo de vida o muerte, de placer, ilusión o casualidad. Los transeúntes van, vienen y regresan. En cambio, yo nunca voy, porque mi origen es de piedra, porque estoy sola, porque estoy quieta, porque mi vida es ver pasar la vida de los otros, porque mi finalidad no es llegar, es estar, y por eso soy una estatua.
Honestamente no sé en qué momento reencarno en mí el espíritu de “El pensador” pero bueno, deben considerar que estuve diez minutos quieta mirando a todo aquel que pasara por la calle. De hecho debo confesar que un momento sentí miedo de que la cabeza de Adelaida estuviera a punto de incendiarse. Aunque algo que aligero bastante el ambiente fueron las canciones de Carlos Vives, creo que me las aprendí todas.
De repente vi a una mujer que caminaba hacia nosotras. Tenía un chicle rosado y una camisa de franela con estrellas azules. Busco en sus bolsillos y como todos suponíamos, sacó una moneda.
La moneda entró al tarro e ¡Inició el Show!
Empezamos, bailamos, nos despelucamos, saltamos, choque de caderas, felicidad extrema, momento malabarístico, contorsión sorpresiva. Estatuas de nuevo.
Congelada y con la mirada triste celebré por dentro, ¡mi primera moneda callejera! Debo decir que la gente se detuvo a vernos, de hecho espero un poco después de que estábamos congeladas para ver si seguía nuestro número, pero no señores, sin moneda no hay show.
Entonces poco a poco empezamos a llenar nuestro tarro de monedas y nuestras cabezas con historias: Algunos aplaudían, otros metían la moneda y se iban sin siquiera ver el show. Recuerdo el grito de miedo de una niña que después de meter la moneda al tarro se asustó por nuestra resucitación sorpresiva. Corrió a esconderse detrás de su abuela, creo. Junto con ella hubo muchos más que se asustaron.
También, en un momento se empezó a formar de la nada, un pequeño pero adorable público de más o menos 15 personas. Iban llegando y metiendo su moneda, pero no se iban. Así que moneda tras moneda nos tocó inventar un nuevo show ya que nos dio un poco de vergüenza repetir siempre lo mismo. Adelaida se convirtió en la malabarista y yo en una pésima contorsionista, pero ¿Qué más daba? Esa oportunidad de poder mirar a los ojos a quien te ayudaba era única, y nosotras la teníamos. Con todos ellos alrededor nos dimos cuenta de que la gente del centro, la humilde gente del centro que se acercaba a vernos escondía una dulzura que la hostilidad de la vida no había podido derrotar. Dulzura que se asomaba mediante el brillo de sus ojos, los cuales tenían sed de magia, de esperanza. Había gente que metía monedas dos y tres veces, solo para volver a sentir la felicidad. Hasta tuvimos un patrocinador, quien realmente promocionaba las sopas y carnes del restaurante que quedaba al lado del éxito.
- Acérquense y metan una moneda, verán como estas niñas hacen magia- Decía.
Entendí la importancia de la otredad. Pensar que yo puedo ser el otro, pensar que por medio de la necesidad, sea esta recolectar monedas o recolectar anécdotas, pude regalarle a alguien algo de mí, mi danza, mi movimiento. Personas que se detuvieron cuando tenían que seguir. Personas que no conozco ni conoceré, pero que luego cuando se alejaban quedaba el eco de esa mirada coloreada de voluntad buscando un trabajo, resolviendo su problema de salud, o entendiendo su corazón destrozado.
Y bueno, así me hallaba yo en todo este círculo de pensamientos y emociones, sintiendo que mi espíritu se engordaba hasta que pasó el acto que estaba segura le contaría a mis nietos en el 2076:
Un indigente nos miró, tomó una de las monedas de su limosna y empezó a venir hacia nosotras. No puede ser, pensé yo. Un indigente nos va a dar una moneda.
Las lágrimas estaban al borde de mis ojos. Me cuestioné todo tipo de cosas. ¿Debería yo aceptar esta moneda? Yo no tengo una necesidad económica tan ruda como para venir a sentarme aquí y pedir dinero. Y ahora, ¿Cómo se supone que debo responder, si alguien que está pasando una necesidad, quien duerme en la calle y seguramente come de manera escasa, viene a darme una moneda? Yo soy una estudiante de la Javeriana haciendo una tarea muy particular, y él es un mendigo que intenta sobrevivir cada día de su vida.
Todos estos pensamientos hicieron un carrusel en mi cabeza que me hizo comprender que el concepto del tarro, la estatua y la moneda no era gratuito. Te mueves por el dinero, como cuando la estatua pasa de la vida a la muerte gracias a esa moneda, pues ese círculo de metal es la oportunidad de sobrevivir y sobrellevar tus necesidades, eso es lo que decidió la humanidad. Entonces esa moneda era vida para él y yo no se la podía quitar. Solo espere.
Al llegar sostenía con su uña amarilla y larga la brillante moneda. Se acercaba lento pero seguro y cuando pareció que iba a soltarla, súbitamente tomó nuestro tarro de monedas y se apresuró a correr. ¡A CORRER!
¿Qué? ¿QUÉ? ¿Y mis planteamientos sobre el valor de la otredad, y la esperanza de la bondad? ¿Qué pasó con mi tímida y sutil crítica ante el dinero como incentivo natural de nuestro sistema capitalista?
Todo había quedado roto. Pero lo importante ahora era que un señor se estaba llevando el dinero que Adelaida y yo habíamos ganado honradamente con nuestro número.
Adelaida tuvo la mala suerte de tener a la compañera más lenta de toda la clase. Pues mientras ella se abalanzó sobre su mano, yo me quedé sobre el piso de la séptima. Luego reaccioné: vi como forcejeaban, no sabía si reírme o angustiarme debido a que Adelaida le reclamaba en jeringonza. Entonces hubo una discusión que parecía como un nuevo acto de nuestra autoría.
El indigente hacia fuerza para llevarse el tarro y Adelaida seguía gritándole fonemas extraños y agudos. ¡TA TA DOKO MA NI COSE TAN TU PI KO RA!
La gente se detuvo a mirar, yo empecé a gritarle al indigente también. Y finalmente gracias a un brusco forcejeo Adelaida se quedó con el tarro y juntas esperamos en una pose artística que el indigente se alejara y se fuera. No podíamos salirnos del personaje. Un poco conmocionadas regresamos al silencio de las estatuas y yo decidí dejar de hacerme conferencias privadas sobre el existencialismo callejero.
Estábamos muy cansadas, no sabía cuando tiempo había pasado. El sol estaba clavado en nuestras nucas, y extrañamente resultaba mejor para este calor moverse que quedarse sentadas en el asfalto caliente. Pasaron tal vez unos 10 minutos sin que alguien metiera una moneda sobre el tarro. Creo que ambas pensábamos en irnos pero ninguna dijo nada.
Fue así como recibimos una moneda más, un grupo de señores. ¿Oficinistas? No lo sé. Realmente podían ser cualquier cosa. Empezamos a hacer nuestro número, como siempre, la gente se detuvo a vernos. Cuando estábamos por finalizar con el gran contorsionismo de Adelaida, sucedió lo… ¿esperado? Adelaida se fue hacia atrás para formar un gran arco de plastilina, pero interpretativamente decidió hacerlo en cámara lenta. Yo la miraba, y veía como su escote empezaba a hacerse más y mas pronunciado. -No te angusties cande- me dije a mí misma -Ella sabe lo que hace-.
Y pues haciendo lo que sabe, Adelaida estaba poniendo su mundo al revés cuando la cámara lenta hizo que sus rosados y pequeños pezones se asomaran por arriba del escote.
Esperando a que ella reaccionara yo me quede quieta, pero no, no reaccionó. Fueron microsegundos los que pasaron cuando las tetas de Adelaida se salieron por completo, y entonces un silencio ensordecedor se instaló muy incómodamente en la esquina norte de La Plaza de Bolívar.
Con la angustia al borde recordé esa frase que Adelaida me había dicho unos días atrás:
- No te preocupes Cande, somos artistas escénicas- Y con un convencimiento de una estudiante de quinto semestre en Artes Escénicas creé un nuevo numero coreográfico para ayudar a que su integridad personal no quedara desmantelada por los muchos hombres del centro. Corrí a abrazarla sin dejar que hiciera su arco, el escote volvió a su lugar. Le di mis pelotas de malabarista. Ella estaba feliz. Luego se las robé y volvimos a ser estatuas. La gente se demoro en irse, pero se fueron. ¿Qué estaba pasando por la cabeza de Adelaida? ¿Se habría dado cuenta? No lo sé. Pero estaba vestida y sentada. Con eso me bastaba.
Fue en ese momento cuando sentí un cansancio fulminante subir por mis piernas. Con un pequeño gesto empuje el espaldar de la silla. Adelaida me miró y yo hice un gesto con la mano. –Vámonos-. Teníamos el cansancio en los ojos. No sabíamos qué hora era, ni cuánto tiempo había pasado. Tomamos la silla y nuestro tarro. Nos fuimos interpretando a los personajes en su mínimo esplendor.
Al cruzar la esquina del éxito y subir por la calle de La famosa Puerta Falsa, soltamos la risa. Intercambiamos un par de comentarios y yo mire la hora. 4:30 p.m.
Habíamos estado allí una hora y media.
Creo que los raspones y la sudada eran acordes a ese tiempo, al igual que el mugre, mugre hasta decir no más. Llegamos al teatro y nos lavamos lo que más pudimos. Dejamos nuestros vestuarios a un lado y volvimos a ser nosotras.
Esa hora y media hizo que el esfuerzo que hacen miles de colombianos al día se viera traducido en mi cuerpo y en mi conciencia, esas personas se convirtieron en héroes para mí. Personas que están paradas ocho horas diarias, tal vez 5 o 6 días de la semana. Héroes de un trabajo honrado, no justo, pero honrado.
La caminata de regreso fue una de las cosas más bonitas de mi experiencia, de nuevo caminando por las calles de La Candelaria, de nuevo y como siempre. Curiosamente también venía de trabajar, pero algo había cambiado, ya no eran las estatuas de La Candelaria, sino María Inés Rojas, madre desempleada que busca dinero para los pañales de su hijo, Carlos Iván Pérez, un desplazado por la violencia que busca para la pieza de esta noche, Rosario Pedraza, niña de 8 años acompañando a su padre a trabajar. Eran personas, todas ellas eran personas que tenían la dignidad en la frente. Dignidades que se podían multiplicar una y otra vez, con todas las personas que hacían ese tejido inconfundible del centro: las ganas de ir hacia adelante. Los retratistas del centro, un travestí con medias rotas, un ninja enfurecido, el Michael Jackson negro, y el viejo que vestido de blanco bailaba con rosas en sus bolsillos y más…
Tenía la mirada llena de nostalgia, donde había vivido mi infancia encontraba ahora adultez. Encontraba la belleza de la vida, la tenacidad que te hace sobrevivir. En mi, en mi amiga, en los otros.
Poco a poco, hasta llegar hasta la 26 con séptima dimos monedas a los diferentes trabajadores. Monedas que nos habían dado con amor y bondad, que casi nos roban, que critican nuestro modelo de vida, que se gastan en un dulce o hasta en una casa. Ahora las recibían otros que verdaderamente las necesitaban, pues afortunadamente yo no necesitaba la moneda, necesitaba la historia.